sábado, 26 de enero de 2008

La mafia, la literatura y sus cánones




La siguiente nota fue publicada por el diario La Nación. Nos parece una nota importante para entender cómo funciona el mundo de los escritores en Latinoamérica. Por eso copiamos y pegamos los fragmentos que nos han parecido más importantes

Título: ¿Qué se hizo de Luis Harss?
Por Tomás Eloy Martínez


Luis Harss era el más famoso e influyente cronista de la literatura latinoamericana cuando se perdió de vista en 1967. En noviembre del año anterior había publicado Los nuestros , un extraordinario libro sobre diez grandes narradores, que estableció -muy a pesar de Harss- el canon de lo que se conocería como el boom . La lista de nombres elaborada por Harss incluía a escritores que ya tenían reconocimiento internacional -Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y João Guimarães Rosa-, junto a otros que comenzaban a tenerlo, como Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. También asomaba allí un desconocido, Gabriel García Márquez, a quien Harss añadió después de haber leído las primeras páginas inéditas de Cien años de soledad. Nunca explicó el autor por qué su selección dejó fuera del canon a figuras que la crítica europea ya mencionaba como protagonistas del renacimiento literario latinoamericano -Ernesto Sabato, Clarice Lispector, José María Arguedas, José Donoso, Augusto Roa Bastos y Guillermo Cabrera Infante- ni por qué eligió a los diez que eligió. Lo cierto es que su lista hizo historia. Aunque Los nuestros no se reedita desde hace más de treinta años, sigue leyéndose en las universidades de Francia y Estados Unidos como la carta de navegación sobre una cultura que en menos de tres décadas se liberó de la modorra regionalista y de la retórica pomposa para salir al encuentro de un público de lectores ávidos, a los que les hablaba en su lengua de todos los días y les contaba historias con las que podían identificarse fácilmente. "¿Qué se ha hecho de Luis Harss? ¿Quién ha sabido algo de él?", preguntó García Márquez durante los fastos de su jubileo en Cartagena de Indias, a mediados de marzo último. Nadie lo sabía, aunque los diarios colombianos habían publicado repetidas veces que Harss fue el profeta que dio a conocer la buena nueva de Cien años de soledad antes de que nadie la leyera. Harss estaba por entonces escribiendo sus propias ficciones en Mercersburg, un pueblito de dos mil habitantes, 120 kilómetros al sudoeste de Harrisburg, la capital del estado de Pennsylvania. …


Cuando lo conocí, acababa de publicar Los Nuestros en inglés, la lengua en que lo escribió. Su título era Into the Mainstream: Conversations with Latin American Writers , y dos novelas, The Blind ("Los ciegos", 1962) y The Little Men ("Los hombrecitos", 1963). En el barco de carga que lo llevaba desde Nueva York a Buenos Aires tradujo al castellano las 400 páginas que Sudamericana publicaría en noviembre de 1966. Después, Julio Cortázar José Donoso Juan Carlos Onetti Clarice Lispector Juan Rulfo Mario Vargas Llosa Gabriel García Márquez Luis Harss era el más famoso e influyente cronista de la literatura latinoamericana cuando se perdió de vista en 1967. En noviembre del año anterior había publicado Los nuestros, un extraordinario libro sobre diez grandes narradores, que estableció -muy a pesar de Harss- el canon de lo que se conocería como el boom. La lista de nombres elaborada por Harss incluía a escritores que ya tenían reconocimiento internacional -Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y João Guimarães Rosa-, junto a otros que comenzaban a tenerlo, como Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. También asomaba allí un desconocido, Gabriel García Márquez, a quien Harss añadió después de haber leído las primeras páginas inéditas de Cien años de soledad.


El canon de Los nuestros


Tomás Eloy Martínez: -¿Con qué criterio elegiste a los diez escritores de tu libro? Antes de que empezáramos a grabar, me dijiste que la novela latinoamericana era para vos un universo inexplorado, y que lo fuiste descubriendo a partir de tus lecturas y de tu relación con Julio Cortázar en París.


Luis Harss: -Así fue. Muchas de las cosas decisivas en la vida suceden por azar. La culpa de todo la tuvo Kazuya Sakai, el pintor argentino-japonés que era muy amigo mío. Estaba por irme a vivir a París. En vísperas del viaje me recomendó que me pusiera en contacto con un escritor argentino llamado Julio Cortázar. Yo me había apartado totalmente del mundo argentino y no conocía a Cortázar ni de nombre. Dejé pasar un par de años. Un buen día, al salir del Médicis, el hotelucho de la rue Monsieur-le-Prince donde paraba, me detuve ante las vidrieras de la librería española que estaba en esa misma calle. Delante, como haciéndome señas, vi la portada de Rayuela. El título no significaba nada para mí, pero reconocí en el nombre del autor, Julio Cortázar, a la persona que me había recomendado Sakai. Tuve un impulso y lo compré. Desde chico admiré a los grandes escritores como Faulkner y Dostoievki. La lectura de Cortázar me dejó una marca parecida. Rayuela me enseñó que era posible escribir en castellano de otra forma. Es una obra que se alza contra la tradición española y contra la forma de escribir en español que regía entonces. Me impresionó muchísimo, me emocionó. De inmediato la quise traducir al inglés. Recuerdo que cuando conocí a Cortázar le llevé un capítulo que había empezado a traducir, y me dijo: "Qué lástima, ya tengo traductor " Era, como ya sabemos bien, Gregory Rabassa. Dicho sea de paso, la traducción de Rabassa no tuvo suerte en inglés. Creo que, por mi ignorancia y mi torpeza, le caí en gracia a Cortázar. Me recibió muy amablemente y me abrió las puertas de su casa.


T.E.M.: -En Los nuestros hay una excelente descripción de ese primer encuentro: "Cortázar se sienta con las largas piernas cruzadas, las manos entrelazadas en las rodillas, y espera. Es un hombre de pasiones intelectuales que habla poco de sí mismo". Sin embargo, cuando lo fuiste a ver todavía no pensabas en escribir sobre él.


L.H.: - No. En esos meses, un editor de Nueva York, Roger Klein, insistía en que hiciera una serie de entrevistas a escritores latinoamericanos. Me resistía diciéndole "No los conozco. No sé quiénes son". Cortázar me permitió pensar en serio que un libro así era posible.


T.E.M..: -¿Para qué sello editaba Roger Klein?


L.H.: Harper &Row. Yo había trabajado un mes con él en esa editorial y nos hicimos amigos. Tenía una vida secreta que yo no conocía. Era gay en una época en la que ser gay creaba problemas, y Klein sufría mucho por eso. Antes de que saliera Into the Mainstream se suicidó. De principio a fin el libro había sido escrito de acuerdo con él. Con su muerte cayó en un vacío y se perdió. Pero fue rescatado por la edición en idioma español.


T.E.M.: -Vamos a recapitular. ¿Cómo fuiste yendo de un escritor a otro? Y, sobre todo, ¿cómo fuiste descartando a unos y prefiriendo a otros?


L.H.: -La respuesta es muy simple y va a decepcionar a muchos. Existía la Mafia, como Fuentes, Cortázar y Vargas Llosa llamaban a su grupo de amigos; era una especie de trenza de escritores dispersos por México, París, Buenos Aires. Se leían los unos a los otros, y se admiraban. ...sa era la nueva novela latinoamericana de aquellos años. En realidad, antes no había existido en el nivel continental, como sí sucedió con los poetas. Toda esta gente vivía en el idioma más que en el país. Los unía la idea de que su país común era el idioma español, y ese idioma era un artefacto arcaico y rechinante que necesitaba ser revivido y renovado, reclamaba desesperadamente una transfusión de sangre y de vida. La Mafia, entonces. La primera punta de ese ovillo que conocí fue Cortázar. Cortázar me dijo: "¿Sabés que hay otro tipo, acá a la vuelta, que se llama Mario Vargas Llosa? Ha publicado un solo libro, no es muy conocido todavía, pero es un excelente escritor. Te lo recomiendo". Lo encontré en un cuartito oscuro y allí me senté con él ante un grabador. Y así con los otros. Los llamaba por teléfono o me presentaba en su casa, llamaba a la puerta, y decía: "Me dicen que has publicado una novela muy buena" Algunos de ellos me tuvieron que prestar sus libros. Así los fui conociendo.


T.E.M.: -¿Dirías que Cortázar te ayudó a seleccionar el canon de Los nuestros?


L.H.: -No de manera directa. Los autores mismos me fueron llevando de uno a otro. Cortázar, sí, me dio el envión y me aportó su criterio. Antes de escribir el capítulo sobre él, leí Rayuela y todos los cuentos que había publicado hasta ese momento. Le entregué mi texto y él hizo varias marcas. Me decía "acá está mal" o "no es así". El capítulo sobre Cortázar es el más confuso de mi libro, porque es el que escribí más a tientas. Pero desde otro punto de vista es el más completo porque tuvo la amabilidad de aclararme cada cosa que yo no entendía. De ahí pasé a Vargas Llosa, y a los demás.


T.E.M.: -A Carpentier, quizá. Entonces vivía en París.


L.H.: -Alejo Carpentier Estoy tratando de recordar cuál fue el nexo con él. Su nombre sonaba mucho. Se hablaba de él como un candidato al Nobel. No me gustó cuando lo conocí. Era untuoso, rimbombante. Me pareció un oportunista encabalgado en la montura de la revolución cubana. Un tipo muy pretencioso, pero erudito, musicólogo, historiador, un típico intelectual latinoamericano con aspiración a la trascendencia universal.


T.E.M.: -Quien ganó el Nobel antes que todos ellos fue, sin embargo, Miguel Ángel Asturias. Se lo dieron en 1967, cuatro años antes que a Neruda, quince antes que a García Márquez.
L.H.: -No recuerdo cómo di con Asturias. ...l no vivía en París, sino expatriado en Génova, en un palazzo derruido. Hice un viaje especial a Génova para entrevistarlo. Era un tipo muy simpático, uno de esos viejos que te adoptan en seguida, te cuentan sus cosas. Me llamaba "Luisito". Como hice con los demás, una vez que terminé el capítulo sobre él se lo di para que cambiara lo que quisiera. Asturias me lo devolvió sin corregir una palabra de las que él decía, pero había potenciado mis comentarios sobre él todo lo que yo decía de él. Donde yo escribía, por ejemplo, "un escritor guatemalteco del siglo XVIII", puso "un insigne escritor" Era muy grandilocuente. Todo el capítulo estaba inflado y, cuando lo terminé, me pareció un capítulo muy neumático. En realidad era un viejo farsante, y lo digo con cariño y admiración. Daba a entender que tenía un inconsciente maya, o maya quiché ¿no?, que reflejaba en su obra el inconsciente colectivo de los indios Era una fantasía, porque se trataba de un surrealismo adaptado a la ansiedad literaria por explotar esa mitología indígena descubierta cuando tradujo el Popol Vuh al francés junto con un etnólogo de la Sorbona. Todavía me gusta Hombres de maíz. En cambio El señor presidente, su novela más famosa, ha envejecido tanto como los esperpentos de Valle Inclán. Felisberto y los que quedaron fuera


T.E.M. : -Otro narrador que estaba entonces cerca de la Mafia era José Donoso. Fue muy amigo de Cortázar, y lo visitaba los veranos en Saignon. Supongo que Julio te habrá hablado de él. Cuando lo dejaste fuera de Los nuestros quedó como un planeta secundario del boom. Murió esperando un reconocimiento internacional que jamás tuvo. Me han contado en Santiago, en Chile, que soñaba con recibir el Premio Cervantes y que cuando leía la noticia de que se lo habían concedido a otro, caía en cama con una depresión atroz.


L.H.: -No recuerdo si Cortázar lo mencionó. De todos modos, no lo incluí porque el único libro que había leído de Donoso no me gustaba. Creo que se trataba de Coronación, una novela de 1957.


T.E.M.:- Por esa época había publicado también


L.H.: - cuentos, Verano y otros cuentos.


T.E.M.: -También una muy buena novela, El lugar sin límites, en 1965. Y El obsceno pájaro de la noche, su libro más ambicioso.


L.H.: -No, ése fue posterior, de 1970. De todos modos, siempre me pareció que Donoso era muy torpe como escritor. Soy -es una cosa mía- muy sensible a la gente que tiene habilidad para hacer no sólo algo que importa sino para manejar bien el idioma. Cuando llegué a Donoso me pareció un autor de lengua muy trabada. No se entendía bien lo que decía, sus frases eran dificultosas, luchaba y perdía sus batallas con el idioma. Me pareció ambicioso y mediocre, y yo buscaba otra cosa. Era mi libro; yo era juez y señor, con todos los errores que pudiera cometer. ¡No pretendía establecer ningún canon!


T.E.M.: -¿Por qué excluiste a Clarice Lispector? Su obra se ajusta perfectamente a tu idea de lo que debe ser la literatura.


L.H.: -No la conocía. Yo sabía muy poco de literatura brasileña. No hablaba portugués. El diálogo con Guimarães Rosa se hizo en alemán. Ese fue el principal aporte de Barbara Dohmann a Los Nuestros.


T.E.M.: -Dijiste también que llegaste tarde a la obra de Guillermo Cabrera Infante, con quien más tarde conviviste casi un año en West Virginia, cuando lo invitaste a tu universidad.


L.H.: -Cabrera Infante no había publicado todavía Tres tristes tigres, que salió cuando Los Nuestros ya estaba en pruebas de galeras.


T.E.M.: -Después definiste esa novela como "una celebración jubilosa" de la vida nocturna en La Habana antes de la revolución, aunque no parecen gustarte los juegos de palabras, el collage y las parodias literarias de su estilo.


L.H.: -El Chino, como le decían, era también así en la vida diaria. Abrumador. De cada palabra sacaba ríos de sonidos iguales, nuevos sentidos y contrasentidos. Jamás descansaba. El único alivio era tener cerca a Miriam Gómez, su esposa, una mujer extraña y encantadora que había dejado su carrera de actriz en Cuba por él.


T.E.M.: -Con nadie, sin embargo, te duele más haber llegado tarde que con Felisberto Hernández. Ayer dijiste que Felisberto es único en la literatura latinoamericana, un gran escritor menor. Sólo es menor porque tocaba una sola cuerda, pero lo hacía maravillosamente.


L.H.: -Felisberto se me murió [el 13 de enero de 1964] poco antes de que me pusiera a trabajar en el libro. Me hubiera encantado entrevistarlo. Muchas veces lo he resucitado mentalmente. Una vez hasta empecé una novela sobre él. Es alguien que a mí me no sé en una época me parecía que era como un alma gemela. Hice una traducción de sus cuentos al inglés, y le puse un título que él no usó nunca, Piano Stories [1993, Marsilio Publishers: es una versión de Nadie encendía las lámparas y otros cuentos]. Me pareció que sonaba muy bien


T.E.M.: - y tiene mucho que ver con su vida y con su imaginación.


L.H.: -Claro. Lleva una introducción de Italo Calvino, y una breve notita mía (dos páginas) que resume lo que yo pensaba entonces de Felisberto, y sigo pensando. Era alguien que escribía con el piano. Como había sido acompañante de películas mudas, me parece que todos los libros de Felisberto -hechos de misteriosas imágenes casi de sueño- son los de un tipo que está escribiendo al piano. En la pantalla de sus historias se proyectan las imágenes de lo que él va viendo mientras toca el piano. Y ésos son sus cuentos. Si se los lee con cuidado, se advierte que en todos, hasta en los que no tienen nada que ver con el piano, hay metáforas de pianos. En "La casa inundada", por ejemplo, el ritmo está dado por los remos, por las manos que mueven los remos y llevan el movimiento del cuento.


T.E.M.: -Tocaba un solo diapasón.


L.H.: -Es cierto. Supongo que, como decía Octavio Paz citando a T. S. Eliot, un gran escritor se reconoce en la cantidad, la calidad y la variedad. Felisberto no tenía cantidad ni variedad, pero tenía calidad: pocas cosas, muy intensas, muy lindas. Te podés llegar a enamorar de un escritor así sin necesariamente engañarte.


T.E.M.: -¿Onetti también llegó a leer lo que escribiste sobre él? Su retrato es de lo mejores de tu libro. Te alcanzan unas pocas líneas para que el lector lo vea por completo: "En la lenta llovizna, metido en un voluminoso abrigo, doblado bajo el peso de la ciudad, avanza, opaco, un sonámbulo en la noche insomne. Como la ciudad, lleva con fatiga la carga de los años. Es alto, enjuto, con mechones blancos en el pelo gris, ojos desvelados, labios torcidos en una mueca dolorosa, alta frente profesoral, las huellas de la renuncia y del desgano en su andar de oficinista envejecido".


L.H.: -Claro que lo leyó. Le envié el capítulo, como a todos. Quizás haya reaccionado con alguna aspereza, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que hablamos mucho de los títulos de sus libros, todos tan musicales. Para mí La vida breve, su gran novela [1950], es el eje de la literatura narrativa del Río de la Plata. En ella se tocan y se encuentran Roberto Arlt y Cortázar.


T.E.M.: -¿Por qué omitiste a Sabato? Eran los años del gran éxito de Sobre héroes y tumbas. Creo recordar que, cuando te lo pregunté entonces, dijiste que la escritura de Sabato te resultaba pedregosa. Casi la misma razón por la que dejaste de lado a Donoso.


L.H.: -Sabato, como novelista, me parecía de un dramatismo banal y estereotipado. En cambio leía con gusto sus ensayos.


T.E.M.: - ¿Y José Lezama Lima?


L.H.: -Cortázar lo puso de moda. Pero eso fue después de que salió Los nuestros. A mí no me impresionó. Hay que decir que la primera edición de Paradiso [publicada en 1966 por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac)] fue muy confusa, casi ilegible. Y ya nunca le tomé el gusto. Me encontré con una prosa libresca y farragosa, como de un adolescente onanista atragantado de lecturas. Una especie de ostentación tropical, afiebrada, de cultura. En eso se parecía a Carpentier.


T.E.M.: -También dejaste fuera a José María Arguedas, un novelista al que, según recuerdo, respetabas mucho.


L.H.: -Tengo una relación rara con Arguedas Hay cosas en él que me tocan muy de cerca, pero tiene muchas torpezas, muchas carencias. Lo vi una vez en California. Ramparts, una revista alternativa que empezó a salir a comienzos de los años 60 [fue en 1962] me invitó a una de esas reuniones de poetas y académicos que eran frecuentes por entonces. En un rincón del cuarto estaba un señor muy extraño, muy pequeño u oscuro y empequeñecido, tocando una flauta. Tenía un aspecto vagamente himalayo o andino. Me dijeron: "Es un escritor peruano. Se llama José María Arguedas". Me dio una sensación de angustia, casi de muerte. No lo volví a ver, pero me quedó esa imagen de persona solitaria, porque Arguedas nunca salió de la sombra, fue un escritor tan perdido en su vida, tan desamparado, como si traducir su mundo en palabras lo perdiera.


T.E.M.: -Durante algún tiempo se lo conoció más por la polémica sobre el indigenismo que tuvo con Vargas Llosa que por su excelente novela Los ríos profundos , que es de esos años, creo que de 1962.


L.H.: -En mi opinión, Vargas Llosa lo trató muy mal. Fue una vergüenza. Vargas Llosa es un escritor apasionado, aunque algo mecánico a veces. Me parece poco permeable a las experiencias y realidades que están fuera de la cultura occidental. Cuando escribió su introducción a Los ríos profundos -también en otras ocasiones- despreció el animismo del mundo de Arguedas como si fuera una pura superstición. Sentí vergüenza al pensar que un escritor tan eminente pudiera tener una incomprensión tan grande de otro mundo dentro de su propio país. Claro: Vargas Llosa estaba en contra de cualquier indigenismo, pero Arguedas era más que eso. De todos modos, cuando escribí Los nuestros lo conocía mal. Aun hoy no sé qué hacer con un escritor como él... Creo que tendría el egoísmo de guardármelo en secreto, que me toca más el corazón que el cerebro, por así decirlo


T.E.M.: -Como era inevitable, te sentiste más cerca de algunos autores de tu libro que de otros: Carpentier y Vargas Llosa no te gustaron como seres humanos. Cortázar fue, sin duda, tu preferido...


L.H.: -Aunque cuando lo conocí, que debió ser hacia la misma época en que vos lo conociste, era todavía un tipo muy uptight, como se dice en inglés; es decir, tenso, algo envarado. Ya había escrito Rayuela, es decir que una parte de él había florecido, se había liberado, pero otra parte de él


T.E.M.: creaba distancia.


L.H.: -Claro, era un tipo muy distante, de una cortesía muy de un empleado de las Naciones Unidas -de la unesco, como él era-; es decir, no era un tipo que había soltado el ovillo como se supone no sé si ocurrió después. Gran parte de sus lucubraciones eran mentales, ¿no?, libertades y pesadillas mentales.


T.E.M.: -Otro de tus preferidos era García Márquez.


L.H.: -Un tipo simpatiquísimo. Muy campechano, buen conversador, con una especie de gracia infusa y un aura angelical. Yo había leído sus cuentos y su novela La mala hora [una edición española no autorizada por el autor circulaba desde 1962]. Cuando el manuscrito de Cien años de soledad ya estaba muy adelantado, envió una muestra de unas setenta páginas a varias personas. No sé cómo llegó hasta mí. Yo le escribí: "Me parece demasiado anecdótico"... y le llevé esas páginas a Paco Porrúa. La novela salió uno o dos años después y cambió el mundo. Los que vinieron después


T.E.M.: -Una pregunta final. Si tuvieras que hacer una versión actualizada de Los nuestros, ¿quiénes serían ahora los escritores de tu canon?


L.H.: -Es una pregunta muy difícil porque no me he mantenido al tanto.


T.E.M.: -Bueno, tampoco estabas al tanto aquella vez.


L.H.: -Creo que hoy, otra vez, no hay lo que podría llamarse una novela latinoamericana. Hay una literatura en lengua española, con buenos y malos escritores. Habría que pensar en Roberto Bolaño, tan aclamado en España y en Estados Unidos. Es chileno como Donoso, y como lo soy yo, por nacimiento [Harss nació en Valparaíso, en 1966]. T.E.M.: -Ya no podrías incluirlo. Murió hace cuatro años.


L.H.: - Sería mi escritor muerto. Me faltaba uno. A Bolaño lo he leído con curiosidad, atraído por sus títulos. Su Nocturno de Chile (2000), sobre un cura pinochetista, es una novela notable. Tiene un enorme talento pero algo monocorde. Casi todo lo resuelve con monólogos, algo semejante a lo que en el jazz se llaman riffes, arranques, improvisaciones. Igual que Felisberto Hernández, cuando advierte que hizo algo bien, lo vuelve a hacer. Lo que tiene de interesante Nocturno de Chile es que el cura es y no es un impostor, es y no es un acólito de Pinochet, es y no es un poeta. Es muy extraño cómo Bolaño maneja esa ambigüedad entre crimen, impostura y poesía


T.E.M.:- ¿Leíste su última novela, 2666 (2004)?


L.H.: -La empecé y no pude avanzar mucho. Es un libro, ¿cómo decirlo?, casposo. Me sorprendió que un escritor lleno de vuelo poético de pronto se detuviera en personajes que son profesores universitarios aburridísimos No sé cómo se le ocurrió hacer un libro sobre gente así. En cambio Los detectives salvajes (1998) es una sinfonía de voces que alcanza una poesía infernal.

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