domingo, 11 de noviembre de 2007

Un problema domestico

Pancho Rodríguez

Una vida tardo -repetía- una vida. Veinte años le tomo pagar el crédito del banco con el que compro el lote. Sentado en la cama, Enrique L., puede armar una línea de tiempo a través de esos años. Es como revelar una fotografía en la que primero fue todo blanco y negro, aunque cuando se mudaron ya estaba terminada, faltaban los detalles y lo que hace a ésta casa son sus detalles. Falta mucho todavía, escuchaba decir desde su habitación cuando su madre volvía con su perorata de todos los fines de semana, “no te parece bien que un domingo salgamos, un domingo, Guillermo, un domingo…”
Vuelve a empezar.
Simplifica todo en recordar los cambios en una habitación, su habitación, que ahora ocupa como estudio y que antes le perteneció a su hermano y a él. Primero, frente a las camas, había un ropero viejo con un gran espejo que trajeron de la casa de sus abuelos paternos y una puerta descascarada de cedro que se cerraba hasta la mitad porque los herrajes eran grandes. Después fue sepia. La habían dividido: el lado derecho para su hermano y el izquierdo para él. De un lado posters y recortes del Olé; del otro, un gran y único collage de una única banda de rock (eclética, soñada) armada con fotos de la Pelo y Generación X, y en el medio una lámpara con dibujos de autos de carrera que puso la vieja. Y por último, fue todo color. La habitación le pertenecía: una sola cama, un placard brilloso, una puerta con llave que cerraba y un escritorio donde posaba la computadora.
Pero a esos colores ya no los vio el viejo, una noche tuvo un paro cardiaco y, para siempre, cesaron los fines de semana de trabajo. La vieja se quedo sola en la casa, viviendo como si nadie hubiera partido, ni marido ni hijos ni mascotas. Limpiaba todas las habitaciones inútiles y deshabitadas, su pequeña gimnasia para la memoria. Cocinaba para cuatro, engordando a los perros de la cuadra. No puedo, hijo, no puedo cocinar para una sola persona – decía por teléfono- no puedo cocinar para mí sola. Una noche que se quedo pudo ver que seguía durmiendo en su lado de la cama que supo ocupar con su padre, como cuando él no volvía y ella lo esperaba.

Dejo su departamento céntrico y volvió. Los últimos días de vida de Alina los paso acá y ella en el hospital. Le pedía que valla a dormir. Hablaba de su marido, después de todo… esa última semana de vida recordó día a día como él construyo está casa. Ese esfuerzo se la termino por llevar.


Y está misma mañana en la cocina, solo, sin radio, notó el tiempo perdido.
- Pierdo tiempo, en todo- repetía.
Segundos que se acumulan en minutos, horas en días y así, tal vez, sean años. Todo por la longevidad de ésta casa.
- Pierdo tiempo en buscar los adaptadores de los enchufes, en sacarlo de un aparato para pasarlo a otro. Debería llamar a un electricista y hacer cambiar todos los toma corriente por unos nuevos, de esos con tres patitas planas. Estos son para los enchufes de dos patitas redondas y a los nuevos electrodomésticos debo ponerles los dichosos adaptadores que nunca encuentro. Pierdo tiempo en el baño con la afeitadora, en la habitación con el cargador del celular, con la radio de la cocina – que ahora no suena porque no encuentra un adaptador- y sobre todo con la licuadora. Podría comprar adaptadores para todos los electrodomésticos pero eso son las cosas que uno siempre se olvida.

Voltea la cara a la luz filtrada por las cortinas, una mano calida que le recorre animándole a empezar el día. Decide ocuparse el mismo, cambiar aquellas bocas que siempre utiliza, que no debe ser más de cinco, contando el consultorio, en toda la casa. Después de desayunar llama por teléfono a un cadete.
- Escucha: que sean cinco tomas de tres patitas planas. Espera…
Comete un error y vuelvo a empezar.
- ¿Hola?, sí, anota de vuelta: tres tomas corrientes de tres patitas y dos que tengan una llave, viste… esos que se combinan- le dice al cadete.
- También hay toma corriente que traen dos entradas… señor- le responde.
- ¿Sí?, este… ¿serán mejor esos?
- …
- ¿Y donde quiere que los compre? – pregunta el cadete.
- ¡Y en una casa de electricidad o un corralón, dónde más!

Se calma, el muchacho tiene razón, un arrebato al pedo: está bien que elija donde debe comprar.
- Pibe, tenes razón: tengo que decirte donde quiero si es que quiero- torpemente se extiende, del otro lado escuchan silenciosamente- cambiarlos o simplemente saber por saber de donde lo compraste.
- Está bien-responde el muchacho- ¿y de donde los quiere?.
Piensa, se le nubla la cabeza. Camina, solo, por una peatonal vacía buscando una casa de electricidad y solo encuentra Garbarinos, Fravegas y Megatones, alternándose uno donde termina el otro, por cuadras.
- Hagamos así, vos elegí la casa de electricidad y me lo traes. Con la factura me vasta para saber si quiero cambiarlos.
- ¿Y de que marca y color los quiere?- dice el muchacho.
Nota que se hunde de patas en el barro. Al final el viejo tenia razón, no todo se puede hacer sentado atrás de un teléfono. Decide cortar (¿y ahora como termino la conversación, bajo el tubo y nada más?). Calla unos segundos, se disculpa y dice que en unos minutos vuelve a llamar.
- Ésta bien, lo espero, pero decídase- responde el cadete seguro de que no va tener que soportarlo toda la mañana, por lo menos no está mañana.
Minutos después vuelve a discar.
- ¿Hola, casa de electricidad Luz?. Sí, quisiera saber los horarios de atención.


Mira la llave, la que esta puesta y la que va a poner, limpia la caja metálica de telarañas con el destornillador. Cae al piso el polvo depositado por los años como si fuera la cuenta de un plazo fijo con sus intereses: una araña negra muerta. Vuelve a mirar la llave conectada y la nueva, son muy distintas, la nueva es más compleja que la antigua. Vuelve hasta uno de los pasillos y se fija que las llaves de corte general estén bajadas. Es tonto, pero ahora también actúa como si no estuviera solo. Como cuidándose de si mismo, del propio de Jorge L. Como si un niño travieso recorrería la casa husmeando y tocando todo, rompiendo, cambiando de lugar lo que la costumbre petrifico. Toca los cables con buscapolo, no hay corriente. Saca cable por cable y los va separando como separaría ejemplares en un serpentario, con cuidado, para ellos y para él. Memoriza los colores: negro, neutro; rojo, fase y otro rojo más fino que es el de la lámpara de la cocina que la llave debe cortar. Simple. Vuelve a mirar las llaves, una en cada mano, no se parecen. Pero ya esta sacada así que debe conectar la nueva. Cuando termina con todos los cambios se vuelve para subir las llaves de corte general.
¡Tac!.

Ve en el borde de la tapa la huella negra del destello. Algo salió mal.

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