Daniel Medina
“Tilcara, tenés que ir a Tilcara en Enero”, dice el progre-universitario, una clase de opa muy especial. No duda, no vacila, lo dice con el tono del que tiene la posta.
No es el primero que viene con esta arenga; cada tanto alguien te habla del enero tilcareño, del punto de inflexión en su vida, de las mejores vacaciones que un buen intelectual-salteño (un nuevo oxímoron) puede tomar en verano.
“No sabés lo que son esos cerros, uno está ahí y se pone existencial en serio”, dice el opa, que para esa altura, quizá, ya tiene leído el Sartre para principiantes y sospecha, al menos, quién es Kierkegaard. Y el opa salteño miente, pero nunca va a aceptar (como sí lo hace el opa-chanta-ganador) que no contempló los cerros, porque se la pasó intentando levantarse alguna porteña –porque Tilcara, en enero, tiene más porteños que jujeños-, jamás va a admitir que su mirada se perdió en ese etílico festival de culos y tetas.
“Y el cementerio… nunca vi uno así en mi vida”, sostiene el progre, que se ha tomado el trabajo de hacer una incursión entre los muertos, solo porque León Gieco nombra a esa necrópolis en un tema.
El opa progre-universitario empieza a hablar del color local, de lo importante que es ir a Tilcara para conocer “el elemento autóctono”. El opa habla como un científico, que se ha sentado frente a un fornicario a analizar la vida totalmente extraña de unos bichitos; pero la verdad es que ni siquiera ha tenido esta actitud (de por sí deleznable). Porque, para empezar, Tilcara es un pueblo tomado y los habitantes, que no deben representar más del 20% de la masa que pernota en el pueblo durante ese mes, no lleva su vida, sino que se ha adaptado a las exigencias del turismo y busca sacar sus buenos pesos: venden milanesas fritas a las 7 de la mañana, cds de música andina en la plaza y alcohol, mucho alcohol.
Después está la experiencia de la carpa, de la transpiración diurna y el frió nocturno y acaso también una fogata. “No hay nada como la carpa, desenchufarse del mundo y estar en contacto con la naturaleza”, repite el progre, que lo primero que hizo al pisar su casa fue correr a bañarse, sacarse con asco los olores, el pelo duro y está la cama y la computadora y por supuesto el televisor.
Al tiempo te los encontrás en la calle, con el disfraz propicio: los pantaloncitos neojipis comprados en esos pagos y la remera con alguna llama o vicuña estampada en el pecho. “Tilcara, tenés que ir a Tilcara en Enero, te va a cambiar la vida”, no para de decir.
No es el primero que viene con esta arenga; cada tanto alguien te habla del enero tilcareño, del punto de inflexión en su vida, de las mejores vacaciones que un buen intelectual-salteño (un nuevo oxímoron) puede tomar en verano.
“No sabés lo que son esos cerros, uno está ahí y se pone existencial en serio”, dice el opa, que para esa altura, quizá, ya tiene leído el Sartre para principiantes y sospecha, al menos, quién es Kierkegaard. Y el opa salteño miente, pero nunca va a aceptar (como sí lo hace el opa-chanta-ganador) que no contempló los cerros, porque se la pasó intentando levantarse alguna porteña –porque Tilcara, en enero, tiene más porteños que jujeños-, jamás va a admitir que su mirada se perdió en ese etílico festival de culos y tetas.
“Y el cementerio… nunca vi uno así en mi vida”, sostiene el progre, que se ha tomado el trabajo de hacer una incursión entre los muertos, solo porque León Gieco nombra a esa necrópolis en un tema.
El opa progre-universitario empieza a hablar del color local, de lo importante que es ir a Tilcara para conocer “el elemento autóctono”. El opa habla como un científico, que se ha sentado frente a un fornicario a analizar la vida totalmente extraña de unos bichitos; pero la verdad es que ni siquiera ha tenido esta actitud (de por sí deleznable). Porque, para empezar, Tilcara es un pueblo tomado y los habitantes, que no deben representar más del 20% de la masa que pernota en el pueblo durante ese mes, no lleva su vida, sino que se ha adaptado a las exigencias del turismo y busca sacar sus buenos pesos: venden milanesas fritas a las 7 de la mañana, cds de música andina en la plaza y alcohol, mucho alcohol.
Después está la experiencia de la carpa, de la transpiración diurna y el frió nocturno y acaso también una fogata. “No hay nada como la carpa, desenchufarse del mundo y estar en contacto con la naturaleza”, repite el progre, que lo primero que hizo al pisar su casa fue correr a bañarse, sacarse con asco los olores, el pelo duro y está la cama y la computadora y por supuesto el televisor.
Al tiempo te los encontrás en la calle, con el disfraz propicio: los pantaloncitos neojipis comprados en esos pagos y la remera con alguna llama o vicuña estampada en el pecho. “Tilcara, tenés que ir a Tilcara en Enero, te va a cambiar la vida”, no para de decir.
3 comentarios:
Muy bueno el recorrido que hice por tu blog. Este último, destila cierta crueldad. No seas tan duro, ya creceerán.
Bueno, estuve en 2 eneros Tilcareños, las dos veces fueron postas rumbo a Iruya, paradas necesarias para comer y dormir, y las dos veces no pude dormir en Tilcara, no había ni donde plantar carpa, la invasión era tremenda. Otra cosa. No llegué a Iruya la primer vez, problemas de tiempo y dinero, la última sí, buscaba paz, y me encontré con un pueblito que había idelizado por años totalmente invadido de mochilas porteñas.. Un caos. Me decepcioné un poco.. Pero debo confesar que a mi sí me gustó alcoholizarme en Tilcara y bailar y cantar en una peña, cosas que no tenía previstas y surgieron. Vivencias personales e incuestionbles... pero la invasión existe. Y sino pregúnten a la gente en Iruya qué opinan de las jodas en la puerta de su iglesia por las noches... No hay respeto. Es un invasión egoísta. A mi me gusta la joda, pero trato de no molestar a ndie mientras intento divertirme.
Teto: muy acertado tu articulo, y de paso util....para recomendar a los progres universitarios cordobeses que a esta altura planean sus Altiplanicas vacaciones. Quien dice...tal vez ocurra el milagrito que lo vivencien de otro modo-
Majo Aquim
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