María de los Ángeles Rojas (*)
Si Mela venía de una vida pasada, seguramente se había dedicado a la necrocirugía. Me gustaría recordar cómo nos hicimos amigas, pero esos son detalles en la infancia. Ella estaba siempre en mi casa: los fines de semana, a partir de las 14, y los días hábiles, desde las 18.
“Este brazo, aunque sea tan real, es de madera, porque nací muerta y me tironearon para que saliera y así se quedó adentro”, me confió gravemente. Ni siquiera parpadee. “¿Dentro de dónde?”, hubiese querido indagar mientras tocaba ese miembro tan gemelo del otro.
Pronto Mela cayó en cuenta de que era yo un público muy agradecido y decidió introducirme en los terrores nocturnos. “Cuando tuve el accidente y me quedé sin cuero cabelludo, fuimos todos al cementerio a buscar uno para trasplantarme. ¿Sabías que a los muertos las uñas y los pelos les crecen y perforan los cajones?”. Aferrada a mi gato Ulises, temía moverme un ápice. “Ah, también vi el cadáver de un gato cuyo ojo aún parpadeaba...”.
Mi mamá empezó a notar que algo no iba bien, cuando su impertérrita hija menor no quiso ir sola al baño por la noche. “¡Esas son macanas!”, gruñó impaciente al escuchar las “historias de Mela”. Pero nunca la regañó; es más, siguió cortándole la milanesa, “no sé usar el cuchillo, señora”, algo que no hacía ni por sus vástagos.
Nos distanciamos a los 11, cuando las niñas de mi época teníamos la gracia de dividirnos en sectores irreconciliables: cara lavada vs. maquillaje, guillerminas vs. chatitas, barbies vs. chico lindo que me gusta.
En la secundaria, solo nos cruzábamos en el colectivo. Yo crecía rozagante. Mela, flaquísima, las encías transparentes y el genio de la vida emigrado de su cuerpo. Por años solo supe de ella por un amigo de un amigo: “Está embarazada, se casó, tuvo un hijo”.
Hace poco, la crucé en la peatonal. Forcé el saludo: “¡Diamela!”. Contestó con una sonrisa ensayada, social, y ahí supe que esta vez, de veras, Mela había muerto.
“Este brazo, aunque sea tan real, es de madera, porque nací muerta y me tironearon para que saliera y así se quedó adentro”, me confió gravemente. Ni siquiera parpadee. “¿Dentro de dónde?”, hubiese querido indagar mientras tocaba ese miembro tan gemelo del otro.
Pronto Mela cayó en cuenta de que era yo un público muy agradecido y decidió introducirme en los terrores nocturnos. “Cuando tuve el accidente y me quedé sin cuero cabelludo, fuimos todos al cementerio a buscar uno para trasplantarme. ¿Sabías que a los muertos las uñas y los pelos les crecen y perforan los cajones?”. Aferrada a mi gato Ulises, temía moverme un ápice. “Ah, también vi el cadáver de un gato cuyo ojo aún parpadeaba...”.
Mi mamá empezó a notar que algo no iba bien, cuando su impertérrita hija menor no quiso ir sola al baño por la noche. “¡Esas son macanas!”, gruñó impaciente al escuchar las “historias de Mela”. Pero nunca la regañó; es más, siguió cortándole la milanesa, “no sé usar el cuchillo, señora”, algo que no hacía ni por sus vástagos.
Nos distanciamos a los 11, cuando las niñas de mi época teníamos la gracia de dividirnos en sectores irreconciliables: cara lavada vs. maquillaje, guillerminas vs. chatitas, barbies vs. chico lindo que me gusta.
En la secundaria, solo nos cruzábamos en el colectivo. Yo crecía rozagante. Mela, flaquísima, las encías transparentes y el genio de la vida emigrado de su cuerpo. Por años solo supe de ella por un amigo de un amigo: “Está embarazada, se casó, tuvo un hijo”.
Hace poco, la crucé en la peatonal. Forcé el saludo: “¡Diamela!”. Contestó con una sonrisa ensayada, social, y ahí supe que esta vez, de veras, Mela había muerto.
(*) Publicado por el diario El Tribuno de Salta.
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