Por María de los Ángeles Rojas (*)
“Había una vez dos tetas que llevaban una chica detrás”, inicia una crónica, sobre Luly Pop, Alejandro Seselovsky. “Era una vez un pelo que llevaba adosada una piba”, sería la mía. Mi pelo es largo, pero los he visto más largos. Aun así parece que es lo suficientemente “freak” como para desplazar el motivo del clima de una conversación entre amigables extraños y yo. “¿Hace cuánto no te lo cortás?” (el génesis). “¿Tenés una promesa?” (la motivación). “¿Qué champú usás?” (el secreto). “¿Lo lavás todos los días?” (la higiene). “A mí no me crece” (la envidia). “Yo lo tenía así de joven” (la empatía). “Mi tía lo tenía hasta los talones” (la hipérbole). Mis respuestas varían según mi ánimo y usina imaginaria. “Mi profesor de yoga dice que en las puntas hay terminaciones nerviosas, por eso no hay que cortarlo” (la exótica). “No me lo corto por falta de tiempo” (la práctica). “Ni me acuerdo...” (la malhumorada). “Le tengo miedo al peluquero” (la versión para niños).
Una vez en el colegio, la maestra nos dio una consigna: “Escriban sobre el último viaje que hicieron”. Pero añadió, angostando sus ojos de cíngara: “Todas menos Rojas. Rojas, redacción: tema mi pelo”.
Lloré la tarde entera. Mi orgullo de abanderada era vencido por mi falta de abstracción cuando mi papá se acercó y me contó: “Cuando tenía tu edad, naufragaba en mis tardes de hijo único y me decía: ‘Cuando me case, voy a tener cuatro hijas de pelo largo y ellas serán mis hermanas’”. Habrá sido su abrazo, habrá sido el horror del posible cero.
Sé que mi escrito era una torpe mezcla de cuestiones domésticas: “Lloro en el peluquero, me lo lavo con ayuda de mi mamá”, pero terminaba: “Tengo el pelo largo y lo usaré siempre así, porque así me soñó mi papá antes de conocerme”. Días después, la maestra me pasó la hoja con mi diez felicitado, me tomó la mano izquierda y, en un reflejo ancestral, me volvió la palma hacia arriba. “Rojas, usted será escritora, que no se le olvide”, susurró. Pronto la transfiguración pasó y volvió a ser la de siempre.
Una vez en el colegio, la maestra nos dio una consigna: “Escriban sobre el último viaje que hicieron”. Pero añadió, angostando sus ojos de cíngara: “Todas menos Rojas. Rojas, redacción: tema mi pelo”.
Lloré la tarde entera. Mi orgullo de abanderada era vencido por mi falta de abstracción cuando mi papá se acercó y me contó: “Cuando tenía tu edad, naufragaba en mis tardes de hijo único y me decía: ‘Cuando me case, voy a tener cuatro hijas de pelo largo y ellas serán mis hermanas’”. Habrá sido su abrazo, habrá sido el horror del posible cero.
Sé que mi escrito era una torpe mezcla de cuestiones domésticas: “Lloro en el peluquero, me lo lavo con ayuda de mi mamá”, pero terminaba: “Tengo el pelo largo y lo usaré siempre así, porque así me soñó mi papá antes de conocerme”. Días después, la maestra me pasó la hoja con mi diez felicitado, me tomó la mano izquierda y, en un reflejo ancestral, me volvió la palma hacia arriba. “Rojas, usted será escritora, que no se le olvide”, susurró. Pronto la transfiguración pasó y volvió a ser la de siempre.
(*). Publicado por El Tribuno.