jueves, 29 de noviembre de 2012

Una extraña belleza




Daniel Medina (*)
Toda cultura es una ficción. Y la cineasta Daniela Seggiaro se ha propuesto demolerla, a través de una película que hace evidente ese carácter ficcional.
Es difícil no trazar un parangón entre Nosilatiaj (La Belleza) y La Ciénaga, de Lucrecia Martel. Las dos arremeten contra la familia, sólo que Martel filma a la oligarquía, y  Seggiaro a una clase media baja, cada vez más baja, pero que no deja de tener pretensiones.
De alguna manera estas dos películas refutan a Tolstoy, para quien "todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”: el desdén, la superioridad sobreentendida –superioridad que no permite ponerse en el lugar del otro-, la manera en que la oligarquía trata a sus sirvientes no es muy diferente a la que retrata Seggiaro en esta familia.
Otro punto en común es  la forma en que el calor afecta a los personajes, la pesadez que se incrementa en los hacinamientos momentáneos: especialmente en la cocina y en el dormitorio de la pareja.
Una tercera similitud podría ser la presencia sobrenatural que llega de a ratos por la pantalla chica: es interesante el papel de la religión y cómo se entromete, en ambas películas, a través del televisor: la noticia de una virgen que algunos ven en un árbol en La Ciénaga, la del terremoto y las imágenes del señor del milagro en Nosilatiaj.
Los puntos en común son, solamente, porque ambas directoras comparten un contexto cultural sobre el que necesitan expresarse; pero de ahí cada una construye su película con distintos matices. Seggiaro, por ejemplo, posa una mirada especial sobre "La Yola", la “sirvienta-criada” wichí, protagonista de la película (en La ciénaga Martel se concentra más en la oligarquía, y esta tendencia se incrementa en la última película: los sirvientes aparecen muchas veces fuera de foco, como entidades fantasmales). Seggiaro se interesa en mostrar el mundo de La Yola, lo muestra con detalle, e incluso le da voz a los protagonistas para que lo narren en su propia lengua: partes de la historia llegan al espectador contadas por la voz de La Yola en su lengua y subtitulada en castellano (fondo negro, no se la ve a La Yola hablando).
Seggiaro edifica a partir de dicotomías. La familia criolla es la encerrada, la que asfixia, la que tiene integrantes que hablan mucho para no decir nada. La vida wichí, en contraposición, es mostrada desde el paisaje, en un ambiente respirable pese al calor, y sus personajes son silenciosos, pero aún así están bien comunicados, se entienden entre sí.
La religión es otro eje de división. La familia criolla –que tiene en la puerta el adhesivo de “esta familia es católica…”- abruma con su creencia a La Yola. Cuando La Yola se enferma, la hija quinceañera le dice que le va a rezar a la virgencita para que la cure. Hay una discusión breve, la única escena en que La Yola habla bastante: la quinceañera le pregunta a Yola por el padre, le pregunta si es brujo y La Yola le dice que sí, que es poderoso, que hasta puede hacer temblar la tierra. Acá la lucha de las dos religiones se vuelve explícita, porque en la historia los personajes se enteran de un temblor que hubo en la capital salteña –que ellos allá en el norte salteño casi  no sintieron- y ven por la tele las imágenes del Señor y  la Virgen del Milagro en la plaza nueve de Julio. Entonces, el papá de La Yola puede desatar temblores y a ellos, los criollos, no les quedaría otra que rezar al ya conocido patrono antisísmico para que esos temblores cesen. Seggiaro además decide burlarse de la creencia de los criollos: unos dicen que está pronosticado que se viene un súper temblor, justo para el día de la fiesta de quince en que esta familia de clase media baja va a tratar de impresionar al barrio. Seggiaro vuelve al catolicismo en una superstición más.
Hay muchas cosas exquisitas que hace Seggiaro que demandan un análisis más minucioso. Miren, por ejemplo, el detalle del frutero. En una de las escenas el encuadre de la cámara monta un cuadro: una naturaleza muerta. Posteriormente, la mujer de la casa descubre una fruta podrida y la saca. En teoría con eso se deberían dejar de podrir las demás. Pero en una postrera escena vuelve a encontrar más frutas podridas y una vecina, que está ahí, le dice que saque las que no estén bien porque van a echar a perder a las demás (con esta escena Seggiaro nos adelanta parte del final).
Otra escena en la que hay que prestar atención: cuando la quinceañera deja escurrir  limón sobre La Yola: me ha hecho pensar en adobar un animal muerto. Otra sutileza: la escena en que el padre vuelve con los chanchos después de varios días de ausencia: la forma en que él se para detrás de "La Yola" da a entender que si ella no se va de ahí va a perder algo más que lo que finalmente pierde.
El fuera de campo y el trabajo con el sonido es extraordinario, porque hace sentir que  la amenaza está siempre ahí, acechando. Y esos sonidos irrumpen o al menos cuestionan la historia que la cámara está mostrando; dos ejemplos: el aleteo de las palomas obligan al sacerdote a parar la misa para llamar la atención de los feligreses (más concentrados en las palomas, que en lo que él dice) y, el sonido de las topadoras y las sierras eléctricas empiezan a destruir el hábitat wichí; aunque jamás las veamos.
Son varios los ejes de análisis sobre la película, que como toda verdadera obra de arte, permite múltiples lecturas.
El día que vi la película, me tocó estar  en la misma fila con una pareja que comentaba mientras la veía. Era gente de guita, acaso con estudios, aunque definitivamente poco educada. "Muy lenta", dictaminó la mujer a la mitad de la película. El ritmo de narración captura, en realidad, uno de los tiempos salteños. Y es el ritmo que la historia demanda: tomas largas, cámara inmóvil, mucho silencio. En una escena en que la futura quinceañera le pregunta algo y Yolanda no responde, la mujer en la sala le dijo a su pareja: "tal cual, así son los matacos, vos les decís algo y no te responden". Son personajes salidos de una película de Martel viendo una de Seggiaro, pensé.
Cuando empezaron a verse los títulos de la película todos los espectadores nos quedamos quietos, tratando se asimilar lo visto y leyendo los títulos; todos menos la pareja de ricachones de mi fila. Ellos huyeron molestos, apresurados. Señal de que Seggiaro hizo bien su trabajo.


(*) Publicado por Cuarto Poder, con motivo de la presentación en Salta de esta película. 
Bonnus Track: Un comentario interesante realizado por M.C.:. Seggiaro, al igual que la quinceañera, necesita que a la protagonista se le corte el pelo para hacer su película. A M.C. esto le parecía muy violento. 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Apuntes sobre el 8N en Salta








Daniel Medina (*)

No había visto tantas personas rubias juntas ni en una película de Leni Riefenstahl. Llegan con sus banderas argentinas y las hacen flamear, con esa facilidad que tiene un pequeño sector para apropiarse de un símbolo que los supera, que no los sintetiza: nuevamente ellos dicen que son la patria.


Después de caminar unos minutos esquivando banderazos, pensé que se podría reinventar el juego “Dónde está Wally”: lo difícil sería encontrar una persona de orígenes humildes en medio de la multitud. Pero mis prejuicios me engañan: no son tan pocos los que están ahí: vi un hombre golpeando con sus manos un casco rotoso, en cuenta de la cacerola, un viejito caminar junto a su bici destartalada. Son pocos pero son. Están aislados, casi imperceptibles en la multitud amarilla. De repente sobre calle Mitre, más cerca de Leguizamón, se forma como un círculo de rubios, que mira hacia el centro, donde un espectáculo para ellos raro se desempeña: unas diez personas de un comedor barrial cantan y protestan, con carteles que exigen puestos de trabajos genuinos. “Ves que somos el pueblo”, le dice un pibe con remera de Los Pumas a otro, pero ninguno se mezcla ni se acerca a los del comedor. Se quedan ahí, los miran desde lejos. “La pobreza puede ser pintoresca”, dice Micky Vainilla.


La banda sonora, además del golpeteo, es el canto poco convincente “Si este no es el pueblo, el pueblo donde está”, que se escucha una y otra vez, como si los que cantaran no estuvieran tratando de convencer a los que los miran por TV, sino como si necesitaran convencerse a ellos mismos.

El clima de la manifestación es extraña: hay muchos chicos y bebés y hasta hay señoras que han llevados sus caniches toy a la protesta: hay odio en el ambiente, pero también hay distensión, algo de familiaridad, casi inevitable cuando los padres han sobornado con huevitos Kinder y jugos Ades a las criaturas para que permanezcan ahí sin molestar. Y en muchos casos ese soborno no hace falta: al comienzo para las criaturas es hasta divertido: algo raro, hacer ruido, cantar, saltar.

Pasada una hora se llama a silencio, para cantar el himno. En El Tribuno, Robustiano Federico Pinedo Patrón Costas describió así el momento: “… entonaron por primera vez el Himno, el climax era futbolístico, pero en el “juremos con gloria morir” se vivió un momento más de un partido de Los Pumas.”


La gente realmente cantaba exaltada, mientras yo miraba en silencio a una criatura de dos o tres años, exhausta en brazos de su madre, que no paraba de bostezar: el himno, en esas bocas, no es mi himno, sentí.

Vi a un hombre llorando de emoción al final de la canción y durante los 120 minutos que duró la protesta he visto muchas cosas más: señoras protestando con sus perritos, perros asustados por el ruido de los silbatos y cacerolas, padres con sus bebés; niños con remeras de Messi, Los Pumas, River, Boca, una parejita que se cansa de protestar, se sienta bajo un árbol y desenfundan una notebook, una mujer robusta con un cartel que pide “Que el INDEC me mida la cintura ya mismo”, un cartel que dice “Basta de Odio”, otro que dice “Kretina”, un joven envuelto en la bandera “del orgullo”, carteles que dicen “No somos Venezuela ni Cuba”, una anciana en silla de ruedas golpeando dos cucharas en la esquina de Mitre y Leguizamón, un cartel que enfatiza “Señora presidente, su principal error: pretender tomarnos por opas”, chicas con uniformes de colegios privados católicos, militantes del MST repartiendo panfletos, skaters golpeando sus patinetas contra el suelo como forma de adhesión a la protesta, una pancarta contra el aborto, un vendedor de panchos con la remera de Central Norte poco feliz pues la venta no ha funcionado, un logo gigante de Clarín, una criatura cansada sentada en el piso, aun golpeando una tapa de olla, chicas que parecen recién salidas de una cama solar o de sus piletas, una morocha con una frase de Montesquieu: “para ser realmente grande hay que estar con la gente no por encima de ella”, una mujer humilde, sin dientes, apenas en harapos, con un cartel en contra del impuesto a las ganancias y muchos carteles más que dicen muy poco. Porque prácticamente no hay reclamos por temas concretos de la provincia. Los escasos afiches que he visto: “Hospital de niños, alta complejidad, tomógrafo, ¿Hasta cuándo?! Y en medio de esa muchedumbre un cartel que pide “Justicia por Luján”

Pero otros carteles desvarían: critican a la presidenta porque no hay boleto estudiantil gratuito, y para otros Cristina parece ser la culpable de la inseguridad en Salta.

Un cartel pide por la Fragata y por la Libertad, pero no dice nada, por ejemplo, de Mariano Mera Figueroa, primo de Juan Manuel Urtubey, que hizo de vocero de los fondos buitres y que trató de sacarle al país más de doscientos millones para entregárselos a los fondos norteamericanos; los carteles a favor de la libertad de expresión bregan por Clarín, no por las radios de Cerrillos, que son quemadas cuando critican al intendente urtubeicista, ni por tantos humildes medios provinciales que tratan de hacer un periodismo digno, pese a los recortes de la publicidad que ejerce el gobierno provincial a los que no son adeptos; no hay carteles contra los apremios ilegales; no hay carteles que critiquen que para una magistrada una niña de 9 años pueda ser “objeto de deseo”, en ningún afiche se hace mención al comisario salteño que encontraron con 90 kilos de cocaína, y hay, sí, muchas expresiones contra la re-re; pero todas se refieren a la de Cristina Kirchner, ninguna a la que habilita a Juan Manuel Urtubey a gobernar por doce años la provincia.

Después del himno, la marcha se trasladó a la plaza. Eran realmente muchos, algunos calculaban entre 4 mil y 6 mil personas. La gente caminaba de manera pacífica y de algunos negocios salía gente a apoyar la protesta: por ejemplo, el dueño de la sandwichería “David”, recientemente recuperado de una dura enfermedad, salió a golpear unas cacerolas.

En avenida Belgrano, policías trataron, en vano, de dirigir el tránsito. Patrón Costas escribió: “El semáforo de Mitre y Belgrano fue olímpicamente ignorado. Uno de los tantos presentes dijo: “Nos cortan la ruta todos los días y ahora que protestamos nosotros podemos cruzar en rojo.”

En la plaza pasó algo extraño, que ningún medio parece haber captado: dos personas caminaban en contrasentido de la marcha, con dos carteles en alto: el del hombre decía “No a los revolucionarios de Puerto Madero, con Rolex y Louis Vouitton”. Las personas miraban con mala cara el cartel, quizás pensando que el mensaje era para ellos, pero nadie dijo nada ni hubo señal de violencia. Salvo el comentario, bajito, de una chica con uniforme de colegio a una amiga: “qué desubicados, bolú”. La otra chica asintió.

Caminaron una cuadra con esos carteles y se fueron por Mitre hacia Belgrano, antes de marcharse le regalaron los carteles a unas criaturas, que iban acompañados por sus padres caceroleros. Ya nadie volvió a reparar en ellos.

A las 22 empezó la desconcentración. No hubo ningún incidente. Felices, satisfechos, sobre todo orgullosos de haber mostrado poder, retornaron a sus hogares. Se sabe que van a volver. Que esto no acaba acá. Y que no habrá fin mientras el gobierno nacional no acepte que algunos de los reclamos son legítimos ni el provincial, que algunos de esas quejas nacen de sus defectos; pero, sobre todo, mientras los que protesten no logren erigir, por lo menos, una idea más sincera y realista de lo que no quieren.

Los de clase media baja (grupo más que reducido en la protesta), tienen razón en exigir que el gobierno que les ha prometido mucho, cumpla, especialmente en un año en el que la inflación hace estragos; pero las clases altas, que fueron a ostentar su poder, tienen otra obligación: superar el odio y el miedo, que no les permite hacer un análisis real de la situación. No hay propuestas, no hay ideas, ni siquiera saben muy bien qué es lo que no quieren. Conocen, solamente, a quién hay que odiar. Y odian porque tienen miedo de perder sus privilegios.

(*) Artículo y fotos.
Publicado por Cuarto Poder.